jueves, 3 de julio de 2025

La Sombra del Poeta, "Aura, Ciudad del Olvido".

 

¡De noche es siempre triste: sus vastos caserones
emergen el aroma de añejas tradiciones;
los gemidos del viento
en las torres
semejan misterioso lamento;
y en el viejo convento
convertido en prisiones,
los fantasmas que habitan en las celdas calladas,
acarician las frentes con sus manos heladas!

(ALFREDO GOMÉZ JAIME)


Domingo 23 de abril, por la mañana. Hospital Municipal.

Acabo de despertar con un fuerte dolor de cabeza. Tengo la sensación de haber pasado mucho tiempo en esta habitación. ¿Cuántos días habrán sido? No lo sé.

Lunes 24 de abril, por la tarde.

Me siento mejor. En la mañana, una enfermera vino a cuidarme. Lo primero que hizo fue correr las cortinas. Acto seguido, trajo un plato de comida y una jarra de agua. Bebí un vaso y comí un pedazo de pan. Pronto advertí que la habitación era amplia y alta, con vigas de madera que sostenían el techo. De la pared colgaba un Cristo deteriorado. Tras la puerta, las escaleras descendían a una estancia más cálida.
Me levanté con un suspiro y caminé hasta la ventana. Abrí los postigos y contemplé el cielo que empezaba a iluminarse; el viento agitaba los árboles en el exterior. Le pregunté a la enfermera por Isabel. No me contestó, pero explicó que yo llevaba dos días en ese lugar. Comentó que unos guardianes del panóptico me encontraron inconsciente. Permaneció conmigo hasta entrada la tarde.

Martes 25 de abril, por la mañana.

Me informaron que mañana puedo salir del hospital. Poco antes, los guardianes se presentaron. Los dos se apellidan González; González el joven y González el viejo. El joven es el viejo y el viejo es el joven. Para evitar confusiones, los llamaré Eduardo y Fernando. En fin, procedieron a realizar una serie de preguntas:
—Se, señor Gómez, lo encontramos en uno de los pa, patios del penal —dijo Eduardo.
—Lo acompañamos en un recorrido nocturno y, de pronto, usted desapareció —agregó Fernando.
—¿Recuerda lo que su, sucedió?
—Estoy confundido, déjeme pensar —respondí.
Entonces, para que comprendieran mi historia, narré los hechos ocurridos hasta ese momento:
«—Yo nací acá, en Tunja. Estudié en el colegio del Rosario en la capital, y luego en la Universidad Republicana. Por aquella época publiqué mi primer libro de poesía, y al poco tiempo viajé a Europa. Estuve en Madrid y en París. Allí viví días radiantes. Aprendí muchas cosas, pero la Gran Guerra estalló y me vi obligado a regresar a Suramérica. Pasé algunos años en Venezuela y después me radiqué en Ibagué.
»Cierto día —o más bien, cierta noche— soñé con una mujer ataviada con luces en la penumbra. Por un momento reinó la calma, y ante tan inesperado suceso, la alegría me invadió. Quise abrazarla, más en breve una sombra la tomó por la fuerza. La ira y el dolor crecieron más y más en mi corazón: por la traición de una promesa, por el grito de una maldición».
—¿Y qué su, sucedió después?
»Desperté, me sentí confundido. Aun así, seguí con mi escrutinio. Me acuerdo, sepan ustedes, que estaba exhausto tras una jornada de trabajo. De repente, me pareció oír un gemido lastimero. ¡Aaauuu…! Creí ver “algo” que pasó justo frente a mí. Me asomé al corredor y, debo admitirlo, me sorprendió verme allí, entre una ventana y un portón por donde nadie pudo haber pasado.
»Más tarde, en mi habitación, me sumí en un lóbrego sueño. Y digo lóbrego porque fue un presagio que permaneció en mis pensamientos. En la soledad me sentí nostálgico y escribí un poema mientras las horas transcurrían. Repasé el escrito, lo releí verso por verso hasta quedar satisfecho. Expliqué que una sombra se cernió sobre mí. Con su gélida y sarmentosa mano me atrapó. Cuando hube terminado el poema, lo guardé y traté de olvidar lo sucedido.
»En otro sueño, la mujer vivía en un convento. Ella corrió hacia mí, pero la sombra la agarró entre sus fauces; la sujetó por la cintura y el cuello. Vi a lontananza el cadáver que yacía boca arriba junto a un hueco. Muerta, parecía aún más bella y joven que viva. Me levanté y comprendí que era una ilusión… o una visión profética».
—¿Y por qué dice que fue una visión profética? —inquirió Fernando.
—Porque Dios me ha concedido ese don —respondí.
«—Entonces regresé —continúe—. Llegué un lunes, me encontré con mi amigo José, a eso de las seis y media de la tarde. Al verme, él vino a mi encuentro.
“—¡Alfredo, cuánto tiempo! —dijo, quitándose el sombrero.
»Habían trascurrido dos lustros desde la última vez que hablamos. Él se mostró afable y tomamos unos cafés cerca de su oficina. Luego le conté sobre mis visiones, y me hizo caer en cuenta de un detalle: en la ciudad existía un sitio con las características del convento de mi sueño. Era un panóptico donde los presos trabajaban en talleres de encuadernación, hilados, mecánica y fundición. Además, había una historia sobre un espanto.
“—El misterioso espanto fue un monje agustino llamado Reinaldo —dijo José, mirando a nuestro alrededor—. A menudo salía del convento a verse con una mujer; tenía casi diecinueve años, con grandes atributos que escondía bajo de sus vestidos. ¡Era como si el Diablo le hubiera dado belleza a cambio de su alma! El monje se enamoró de ella y tuvieron varios hijos: dos niñas —que, por desgracia, murieron de leucemia— y un varón que se convirtió en un asesino. Al asesino no le importó las consecuencias… Lo encontraron una noche de invierno, cual vampiro, chupándole la sangre a un muchacho. Ahí mismo, en la cocina de una casa del barrio de Las Nieves, lo ajusticiaron —Jorge carraspeó, bebió su café y prosiguió—. La Iglesia condenó a Reinaldo por su acto, usted sabe, por considerarse contrario a la fe, y lo decapitaron una tarde de octubre. No obstante, en la actualidad, el alma de Reinaldo está en pena y ronda por el convento.
»Al principio, no creí en esa historia; incluso dudé de las palabras de mi amigo.
“—Curioso —agregué—. Es ridículo creer en seres del Más Allá.
»José hizo un ademán y me retó a descubrir el misterio sobre el espectro.
“—¡Tenga cuidado! —advirtió—. Tenga cuidado, porque esto es algo serio.
“—¡Por supuesto! —repuse—. ¡No soy un cobarde!
»Y me propuse demostrar la verdad. Corrieron la primera y la segunda noche. Investigué el misterio del espanto del panóptico y busqué pistas en el archivo de la biblioteca. Encontré muchos libros, y entre ellos, dos historias llamaron mi atención. La primera historia —que en realidad era más un relato que una historia formal— decía que, en una madrugada, un indígena caminaba con su mujer rumbo al emplazamiento muisca cuando un grupo de extranjeros los abordó. Tenían la piel ambarina, llevaban cruces de oro y portaban en sus estandartes las divisas de casas reales. Entonces, la pareja fue obligada a arrodillarse; la mujer fue martirizada hasta extinguirse en las llamas de una hoguera. El hombre fue encerrado en un calabozo, donde día y noche contemplaba un cuadro de la Madre de Dios, adornada con ángeles en el Purgatorio. Al final, el indígena se cortó la lengua de un mordisco y lo dejaron morir de hambre… su cadáver sería abandonado en una fosa.
»La otra historia era el fragmento de un diario perteneciente a Miguel Ángel Ramírez Castellanos. Al parecer, había sido escrito hace más de tres siglos».
—¿No me dirá que us, usted tiene ese fragmento? —interrumpió Eduardo.
—Claro que sí. Aquí está —dije y le tendí un papel por encima de la mesa.

«Mi bella dama:
Estas son las últimas palabras que jamás escriba. Antes que la Muerte me lleve, quisiera decirte lo mucho que te amo. Cuando mi alma deje este mundo y reciba el saludo de los condenados, yo estaré pensando en ti. Dile adiós a todos los que me conocieron: a mis padres, a mis hermanos y a mi tío Manuel.
Besos a mis tesoros adorados, cuídalos mucho y recuerda que siempre estaré contigo.
Tu esposo, por la eternidad».

»Decidí llegar a la raíz del misterio y obtuve un permiso para entrevistar a los guardianes y presos del penal. Encontramos allí un letrero en el muro que decía:

SILENCIO

El que entre aquí no pierde la esperanza
De amor, de honor, de redención, de fe
Refórmese, instrúyase y trabaje
I pronto obtendrá su libertad, su bien.

»Empecé con la entrevista a un guardián regordete, de ojos azules y boca grande con dientes amarillentos, retorcidos, afilados.
“¿Cómo se llama?
“—Ricardo Rodríguez —dijo el hombre con tono lánguido.
“—Cuénteme; ¿sucede algo extraño en este lugar?
“—Vera usted… el Viernes Santo, en las horas de la tarde, pasan cosas terribles.
“—¿De modo que en esos días aparece el espanto del monje? ¿Usted lo ha visto?
“—No —repuso el guardián—. Nadie lo ha visto, pero se escuchan quejidos.
“—¿Y qué ha hecho usted?
“—Nada. No me atrevo a salir al patio. ¡Qué Dios me ampare y me favorezca! —dijo el hombre, y se santificó con la uña del pulgar en la frente.
“—No hará falta más información. Gracias por su tiempo —finalicé.
»Fuimos a una celda en el patio posterior. Vi la puerta entreabierta, y allí estaba un anciano que había cumplido su pena, pero no quería dejar el panóptico. Permanecía al fondo, con la cabeza apoyada en sus rodillas.
“—Buenos días —le dije.
»Él alzó la cabeza con lentitud, pero no respondió.
“—¿Le molesta que le haga algunas preguntas? —insistí.
“—No —dijo por fin el anciano.
“—¿Hace cuánto está usted acá?
“—Muchos años.
“—Entonces, ¿sabe algo del espanto del monje?
“—Sí, podría decirse que sí.
“—Explíquese.
“—Quizá le interese saber que hay una prueba de su existencia —musitó mientras acunaba en el pecho un crucifijo.
“—¿Y cuál es?
“—El dos de noviembre, pasada la medianoche, el monje recorre el panóptico… y yo… yo he percibido su presencia.
José me miró, lleno de asombro.
“—¿Pero por qué usted permanece aquí si ya cumplió su condena? —pregunté.
“—Porque… porque le tengo miedo a la libertad.
»Hubo un silencio prolongado…
“—Gracias por su atención. No olvidaré su ayuda —me despedí.
»Luego indagué más sobre el panóptico. He aquí la información que encontré: la construcción fue un convento que recibía el nombre de San Agustín. Más tarde se convirtió en un hospital de la comunidad de los religiosos de San Juan y, finalmente, en una penitenciaría. Aquel lugar albergó prisioneros de diversas regiones de Colombia.
»Era casi medio día cuando salimos del penal. José se despidió y no tardó en perderse de vista. Yo me senté junto a un árbol en el parque y analicé lo que habíamos descubierto. Entonces, volví al panóptico en las horas de la noche para encarar al monje.
»Mi segunda visita fue el Viernes Santo. Llegué a la edificación cuando faltaban veinte minutos para medianoche. No había ni una sola alma; las tinieblas lo cubrían todo. Mucho yo esperé y, yendo de aquí para allá, me inquieté. Luego me aventuré por el corredor en dirección al jardín con una vela encendida.
»Transcurrió un instante de macabra soledad. De improviso, en el segundo piso, un ruido atrajo mi atención y vi una figura vestida de negro. Llevaba un hábito con capucha y mangas anchas, con cordón blanco a la cintura. La figura bajó las escaleras y levitó hacia mí. Estuve a punto de correr; perdí la serenidad por completo cuando estiró su mano esquelética. Al verlo más de cerca, hallé una calavera con ojos rojos debajo de la capucha. Me quedé petrificado por el horror y… no supe qué hacer. Grité y fui impulsado por una fuerza misteriosa, una fuerza insondable. Sentí un golpe y caí de bruces contra el piso. No llegué a ver nada más».

Miércoles 26 de abril, por la mañana.

Ayer, los guardianes del panóptico tomaron nota y me dejaron en paz. Hoy salí del hospital en compañía de José. Nos dirigimos a mi morada y hablamos de los hechos descritos con anterioridad.
—Y entonces, ¿qué piensa de esto? —me preguntó mi amigo.
—No lo sé con certeza —respondí—. Quizá llegue el día en el que no tenga pesadillas y se sepa la verdad.
—¿Cuál verdad?
—Hubo algo que no les dije a los guardianes.
—¿Y qué fue?
—Cuando entré en el panóptico, los busqué, pero no los encontré.
—¿Y qué pasó luego?
—Isabel apareció en el patio y me abrazó. De súbito, la sombra de mis sueños pareció convertirse en el monje del panóptico y la tomó del cabello. La arrastró a las entrañas del Infierno, mientras ella pedía ayuda. Yo no pude hacer nada… tan sólo cerrar los ojos.

Ilustraciones: Iván Eduardo Moreno
Historia: Luis Carlos Roa Gil

The Poet’s Shadow

By ALFREDO GÓMEZ JAIME

At night it is always sad: its vast mansions
Exude the scent of ancient traditions;
The moaning wind
In the towers
Resembles a mysterious lament;
And in the old convent
Now turned into a prison,
The ghosts that dwell in the silent cells
Caress your brow with icy hands!

Sunday, April 23, in the morning. Municipal Hospital.

I’ve just woken up with a splitting headache. I feel like I’ve spent a long time in this room. How many days has it been? I don’t know.

Monday, April 24, in the afternoon.

I feel better. In the morning, a nurse came to take care of me. The first thing she did was draw the curtains. Then, she brought me a plate of food and a jug of water. I drank a glass and ate a piece of bread. I soon noticed the room was spacious and high-ceilinged, with wooden beams supporting the roof. A worn-out crucifix hung on the wall. Behind the door, stairs descended to a warmer room.
I stood up with a sigh and walked to the window. I opened the shutters and looked at the sky beginning to brighten; the wind rustled the trees outside. I asked the nurse about Isabel. She didn’t answer, but she explained that I had been in that place for two days. She said that some panopticon guards had found me unconscious. She stayed with me until late in the afternoon.

Tuesday, April 25, in the morning.

They told me I can leave the hospital tomorrow. Earlier, the guards came to see me. Both of them are named González—young González and old González. The young one is the old one, and the old one is the young one. To avoid confusion, I’ll call them Eduardo and Fernando. Anyway, they proceeded to ask a series of questions:
—Mr. Gómez, we found you in one of the prison courtyards —said Eduardo.
—We were accompanying you on a nighttime tour, and suddenly, you disappeared —added Fernando.
—Do you remember what ha-happened?
—I’m confused, let me think —I replied.
So they could understand my story, I narrated the events up to that point:
“I was born here, in Tunja. I studied at the Colegio del Rosario in the capital, and then at the Republican University. Around that time, I published my first book of poetry, and soon after, I traveled to Europe. I was in Madrid and Paris. I lived radiant days there. I learned a lot, but then the Great War broke out, and I was forced to return to South America. I spent some years in Venezuela and later settled in Ibagué.
One day—or rather, one night—I dreamed of a woman adorned with lights in the shadows. For a moment, peace reigned, and at such an unexpected event, joy flooded me. I wanted to embrace her, but soon a shadow seized her by force. The rage and pain grew in my heart: for the betrayal of a promise, for the cry of a curse.”
—And what happened next?
“I woke up, feeling confused. Even so, I continued my scrutiny. I remember, you see, I was exhausted after a day’s work. Suddenly, I thought I heard a pitiful moan. Aaaauuuu… I thought I saw “something” pass right in front of me. I peeked into the hallway, and I must admit, I was shocked to see myself there, between a window and a large gate through which no one could have passed.
Later, in my room, I sank into a gloomy dream. And I say gloomy because it was a premonition that lingered in my mind. In my solitude I felt nostalgic and wrote a poem as the hours passed. I reviewed it, reread it line by line until I was satisfied. I wrote about a shadow that loomed over me. With its icy, gnarled hand, it grabbed me. When I finished the poem, I stored it away and tried to forget what had happened.
In another dream, the woman lived in a convent. She ran toward me, but the shadow seized her in its jaws; it grabbed her by the waist and neck. I saw in the distance her corpse lying face up beside a hole. Dead, she looked even more beautiful and youthful than alive. I got up and realized it was an illusion… or a prophetic vision.”
—And why do you say it was a prophetic vision? —asked Fernando.
—Because God has granted me that gift —I answered.
“So I came back —I continued—. I arrived on a Monday and met my friend José around six-thirty in the evening. When he saw me, he came to greet me.
‘Alfredo! It’s been so long!’ —he said, removing his hat.
Ten years had passed since we last spoke. He was friendly, and we had some coffee near his office. Then I told him about my visions, and he pointed out a detail: there was a place in the city with the same characteristics as the convent in my dream. It was a panopticon where inmates worked in bookbinding, spinning, mechanics, and foundry workshops. There was also a tale about a haunting.
‘The mysterious ghost was an Augustinian monk named Reinaldo,’ said José, glancing around. ‘He often left the convent to see a woman. She was about nineteen, with striking features hidden under her dresses. It was as if the Devil had traded her beauty for her soul! The monk fell in love, and they had several children: two girls —who, sadly, died of leukemia— and a boy who became a murderer. The killer didn’t care about consequences… They found him one winter night, like a vampire, sucking the blood of a boy. Right there, in a kitchen in Las Nieves, he was executed.’
José cleared his throat, drank his coffee, and continued. ‘The Church condemned Reinaldo for his actions, which were seen as contrary to the faith, and he was beheaded one October afternoon. Even now, Reinaldo’s tormented soul roams the convent.’
At first, I didn’t believe the story. I even doubted my friend’s words.
‘Strange,’ I added. ‘It’s ridiculous to believe in beings from the beyond.’
José gestured and challenged me to uncover the truth behind the specter.
‘Be careful,’ he warned. ‘This is serious.’
‘Of course!’ I replied. ‘I’m no coward!’
And I set out to prove the truth. The first and second nights passed. I investigated the mystery of the panopticon’s ghost and searched for clues in the library archives. I found many books, and among them, two stories caught my attention…”
“The first story —which was more a tale than a formal history— told that one early morning, an indigenous man and his wife were walking toward a Muisca settlement when a group of foreigners approached them. They had amber-colored skin, wore golden crosses, and bore the emblems of royal houses on their banners. The couple was forced to kneel; the woman was tortured until she perished in the flames of a bonfire. The man was locked in a dungeon, where day and night he stared at a painting of the Mother of God, adorned with angels in Purgatory. In the end, the man bit off his tongue and was left to starve to death… his body was thrown into a pit.
The other story was a fragment from the diary of Miguel Ángel Ramírez Castellanos. It seemed to have been written over three centuries ago.”
—You’re not telling me that y-you actually have that fragment? —Eduardo interrupted.
—Of course. Here it is —I said, handing him a paper across the table.

My beautiful lady,
These are the last words I shall ever write. Before Death takes me, I want to tell you how deeply I love you. When my soul leaves this world and greets the condemned, I will be thinking of you. Say goodbye to everyone who knew me: my parents, my siblings, and my uncle Manuel.
Kisses to my beloved treasures; take good care of them and remember I will always be with you.
Your husband, for eternity.


“I decided to get to the root of the mystery and obtained permission to interview the prison’s guards and inmates. We found a sign on the wall that read:

SILENCE

Whoever enters here does not lose hope
Of love, of honor, of redemption, of faith
Reform yourself, educate yourself, and work
And soon you’ll gain your freedom, your good.

I began with an interview of a plump guard, with blue eyes and a large mouth full of yellowed, crooked, pointed teeth.
‘What is your name?’
‘Ricardo Rodríguez,’ the man said in a dull tone.
‘Tell me —is there anything strange that happens here?’
‘You see… on Good Friday, in the afternoon, terrible things happen.’
‘So, that’s when the monk’s ghost appears? Have you seen it?’
‘No,’ the guard replied. ‘No one has seen him, but moans are heard.’
‘And what did you do?’
‘Nothing. I don’t dare step into the courtyard. May God protect and bless me!’ —he said, crossing himself with his thumb’s nail.
‘That’s all I need. Thank you for your time,’ I said, wrapping up.
We went to a cell in the back courtyard. I saw the door slightly open, and there was an old man who had served his sentence but didn’t want to leave the panopticon. He sat at the back, his head resting on his knees.
‘Good morning,’ I greeted.
He slowly lifted his head, but said nothing.
‘Mind if I ask you a few questions?’ I insisted.
‘No,’ the old man finally said.
‘How long have you been here?’
‘Many years.’
‘Then, do you know anything about the monk’s ghost?’
‘Yes, I suppose I do.’
‘Please explain.’
‘Perhaps you’d like to know there’s proof of his existence,’ he murmured while cradling a crucifix to his chest.
‘And what is it?’
‘On November second, just after midnight, the monk walks the panopticon… and I… I have felt his presence.’
José looked at me, stunned.
‘But why do you stay here if your sentence is over?’ I asked.
‘Because… because I fear freedom.’
A long silence followed.
‘Thank you for your time. I won’t forget your help,’ I said goodbye.
“I continued researching the panopticon. Here’s what I found: the building had once been a convent named San Agustín. Later, it became a hospital run by the San Juan religious community, and finally, a penitentiary. It housed prisoners from various regions of Colombia.
It was nearly noon when we left the prison. José said goodbye and soon vanished from sight. I sat by a tree in the park and reflected on all we had discovered. Then I returned to the panopticon at night to confront the monk.
My second visit was on Good Friday. I arrived at the building twenty minutes before midnight. Not a soul in sight; darkness covered everything. I waited a long time and paced anxiously. Then I ventured down the corridor toward the garden with a lit candle.
A moment of macabre solitude passed. Suddenly, on the second floor, a noise caught my attention and I saw a figure dressed in black. It wore a hooded habit with wide sleeves and a white cord at the waist. The figure descended the stairs and floated toward me. I almost ran; I completely lost my composure when it extended its skeletal hand. Looking closer, I saw a skull with red eyes beneath the hood. I froze in horror and… didn’t know what to do. I screamed and was pushed by a mysterious force, an unfathomable force. I felt a blow and fell face down to the floor. I saw nothing more.”

Wednesday, April 26, in the morning.

Yesterday, the panopticon guards took notes and left me alone. Today, I left the hospital with José. We went to my home and talked about everything that had happened.
—So, what do you think about all this? —my friend asked.
—I’m not sure —I replied. —Maybe someday the nightmares will stop and the truth will be known.
—What truth?
—There’s something I didn’t tell the guards.
—And what was it?
—When I entered the panopticon, I looked for them, but couldn’t find them.
—And then?
—Isabel appeared in the courtyard and hugged me. Suddenly, the shadow from my dreams seemed to turn into the monk from the panopticon and grabbed her by the hair. It dragged her into the depths of Hell, while she screamed for help. I couldn’t do anything… except close my eyes.





L’Ombre du Poète

La nuit est toujours triste : ses vastes maisons
dégagent l’arôme des anciennes traditions ;
les gémissements du vent
dans les tours
semblent un mystérieux gémissement ;
et dans l’ancien couvent
devenu prison,
les fantômes qui habitent les cellules silencieuses
caressent les fronts de leurs mains glacées !

(ALFREDO GÓMEZ JAIME)


Dimanche 23 avril, matin. Hôpital municipal.

Je viens de me réveiller avec un fort mal de tête. J’ai l’impression d’avoir passé beaucoup de temps dans cette chambre. Combien de jours cela fait-il? Je ne sais pas.

Lundi 24 avril, après-midi.

Je me sens mieux. Ce matin, une infirmière est venue prendre soin de moi. La première chose qu’elle a faite a été de tirer les rideaux. Ensuite, elle a apporté une assiette de nourriture et une carafe d’eau. J’ai bu un verre et mangé un morceau de pain. J’ai vite remarqué que la chambre était grande et haute, avec des poutres en bois soutenant le plafond. Un Christ abîmé pendait au mur. Derrière la porte, des escaliers descendaient vers une pièce plus chaude.
Je me suis levé en soupirant et je me suis dirigé vers la fenêtre. J’ai ouvert les volets et contemplé le ciel qui commençait à s’éclaircir; le vent agitait les arbres dehors. J’ai demandé à l’infirmière des nouvelles d’Isabel. Elle n’a pas répondu, mais a expliqué que j’étais là depuis deux jours. Elle a dit que des gardiens du panoptique m’avaient trouvé inconscient. Elle est restée avec moi jusqu’en fin d’après-midi.

Mardi 25 avril, matin.

On m’a informé que je pourrai sortir de l’hôpital demain. Peu avant, les gardiens sont venus. Ils ont tous deux le nom de famille González : González le jeune et González le vieux. Le jeune est le vieux et le vieux est le jeune. Pour éviter les confusions, je les appellerai Eduardo et Fernando. Bref, ils ont commencé à poser une série de questions :
—Monsieur Gómez, nous vous avons trouvé dans l’une des cours de la prison —dit Eduardo.
—Nous vous avons accompagné lors d’une ronde nocturne et, soudain, vous avez disparu —ajouta Fernando.
—Vous souvenez-vous de ce qui s’est passé?
—Je suis confus, laissez-moi réfléchir —répondis-je.
Alors, pour qu’ils comprennent mon histoire, je racontai les faits jusqu’à ce moment :
«—Je suis né ici, à Tunja. J’ai étudié au collège del Rosario dans la capitale, puis à l’Université Républicaine. À cette époque, j’ai publié mon premier livre de poésie, puis peu après, j’ai voyagé en Europe. J’ai été à Madrid et à Paris. Là-bas, j’ai vécu des jours radieux. J’ai appris beaucoup de choses, mais la Grande Guerre a éclaté et j’ai dû retourner en Amérique du Sud. J’ai passé quelques années au Venezuela, puis je me suis installé à Ibagué.
»Un jour — ou plutôt une nuit — j’ai rêvé d’une femme vêtue de lumière dans la pénombre. Pendant un moment, la paix régna, et devant cet événement inattendu, la joie m’envahit. Je voulais l’embrasser, mais bientôt une ombre la saisit de force. La colère et la douleur grandirent dans mon cœur : à cause de la trahison d’une promesse, à cause du cri d’une malédiction.»
—Et que s’est-il passé ensuite?
»Je me suis réveillé, confus. Pourtant, j’ai continué mes investigations. Je me souviens, sachez-le, que j’étais épuisé après une journée de travail. Soudain, il me sembla entendre un gémissement plaintif. Aaaouuu… J’ai cru voir “quelque chose” passer juste devant moi. Je me suis penché dans le couloir et, je dois l’admettre, j’ai été surpris de me voir là, entre une fenêtre et une porte par où personne n’aurait pu passer.
»Plus tard, dans ma chambre, je suis tombé dans un rêve lugubre. Je dis “lugubre” car c’était un présage qui resta dans mes pensées. Dans la solitude, je me sentis nostalgique et écrivit un poème pendant que les heures passaient. Je relus le texte, vers par vers, jusqu’à être satisfait. J’expliquai qu’une ombre s’était abattue sur moi. De sa main froide et noueuse, elle m’avait attrapé. Quand j’eus fini le poème, je le rangeai et tentai d’oublier ce qui s’était passé.
»Dans un autre rêve, la femme vivait dans un couvent. Elle courait vers moi, mais l’ombre la saisit entre ses crocs; elle la tint par la taille et le cou. Je vis au loin le cadavre allongé sur le dos près d’un trou. Morte, elle semblait encore plus belle et jeune que vivante. Je me levai et compris que c’était une illusion… ou une vision prophétique.»
—Et pourquoi dites-vous que c’était une vision prophétique? —demanda Fernando.
—Parce que Dieu m’a accordé ce don —répondis-je.
«—Alors je suis revenu —continuai-je—. Je suis arrivé un lundi, je retrouvai mon ami José vers six heures et demie du soir. En me voyant, il vint à ma rencontre.
“—Alfredo, ça fait longtemps! —dit-il en retirant son chapeau.
»Il s’était écoulé dix ans depuis la dernière fois que nous avions parlé. Il fut amical et nous prîmes quelques cafés près de son bureau. Puis je lui parlai de mes visions, et il me fit remarquer un détail : dans la ville, il y avait un endroit qui ressemblait au couvent de mon rêve. C’était un panoptique où les prisonniers travaillaient dans des ateliers de reliure, de filature, de mécanique et de fonderie. Il y avait aussi une histoire sur un fantôme.
“—Le mystérieux fantôme était un moine augustin nommé Reinaldo —dit José, regardant autour de nous—. Il sortait souvent du couvent pour voir une femme; elle avait presque dix-neuf ans, avec de grandes beautés qu’elle cachait sous ses robes. C’était comme si le Diable lui avait donné la beauté en échange de son âme! Le moine tomba amoureux d’elle et ils eurent plusieurs enfants : deux filles — malheureusement mortes de leucémie — et un garçon qui devint un assassin. L’assassin n’avait pas peur des conséquences… On le trouva une nuit d’hiver, tel un vampire, en train de sucer le sang d’un jeune garçon. Là même, dans la cuisine d’une maison du quartier Las Nieves, on le fit justice —Jorge s’éclaircit la gorge, but son café et poursuivit—. L’Église condamna Reinaldo pour son acte, car il était contraire à la foi, et il fut décapité un après-midi d’octobre. Pourtant, aujourd’hui, l’âme de Reinaldo hante le couvent.
»Au début, je ne crus pas à cette histoire; je doutai même des paroles de mon ami.
“—Curieux —ajoutai-je—. C’est ridicule de croire aux êtres de l’au-delà.
»José fit un geste et me défia de découvrir le mystère du spectre.
“—Faites attention! —avertit-il—. Faites attention, car c’est sérieux.
“—Bien sûr! —répondis-je—. Je ne suis pas un lâche!
»Je me proposai de découvrir la vérité. La première et la deuxième nuit passèrent. J’enquêtais sur le mystère du spectre du panoptique et cherchais des indices dans les archives de la bibliothèque. Je trouvai beaucoup de livres, et parmi eux, deux histoires attirèrent mon attention. La première histoire — qui était plutôt un récit qu’une histoire formelle — disait qu’à l’aube, un indigène marchait avec sa femme vers le site muisca quand un groupe d’étrangers les aborda. Ils avaient la peau ambrée, portaient des croix en or et avaient sur leurs étendards les insignes des maisons royales. Alors, le couple fut forcé de s’agenouiller; la femme fut martyrisée jusqu’à s’éteindre dans les flammes d’un bûcher. L’homme fut enfermé dans un cachot, où jour et nuit il contemplait un tableau de la Vierge ornée d’anges au Purgatoire. Finalement, l’indigène se mordit la langue et fut laissé mourir de faim… son cadavre fut abandonné dans une fosse.
»L’autre histoire était un extrait du journal intime de Miguel Ángel Ramírez Castellanos. Apparemment, il avait été écrit il y a plus de trois siècles.»
—Vous n’allez pas me dire que vous avez ce fragment? —interrompit Eduardo.
—Bien sûr que oui. Le voici —dis-je en lui tendant un papier par-dessus la table.

Ma belle dame :
Ce sont les dernières paroles que j’écrirai jamais. Avant que la Mort ne m’emporte, je voudrais te dire combien je t’aime. Quand mon âme quittera ce monde et recevra le salut des damnés, je penserai à toi. Dis adieu à tous ceux qui m’ont connu : mes parents, mes frères et mon oncle Manuel.
Baisers à mes trésors adorés, prends bien soin d’eux et souviens-toi que je serai toujours avec toi.
Ton époux, pour l’éternité.

»Je décidai d’aller au cœur du mystère et j’obtins la permission d’interviewer les gardiens et les prisonniers de la prison. Nous trouvâmes sur un mur un panneau disant :

SILENCE

Celui qui entre ici ne perd pas l’espoir
D’amour, d’honneur, de rédemption, de foi
Réforme-toi, instruis-toi et travaille
Et bientôt tu obtiendras ta liberté, ton bien.

»Je commençai par interviewer un gardien rondouillard, aux yeux bleus et à la grande bouche avec des dents jaunies, tordues, acérées.
—Comment vous appelez-vous?
—Ricardo Rodríguez —répondit l’homme d’un ton languissant.
—Dites-moi, se passe-t-il quelque chose d’étrange ici?
—Voyez-vous… le Vendredi saint, dans l’après-midi, il se passe des choses terribles.
—Alors, ces jours-là, le spectre du moine apparaît-il? L’avez-vous vu?
—Non —répondit le gardien—. Personne ne l’a vu, mais on entend des gémissements.
—Et que faites-vous?
—Rien. Je n’ose pas sortir dans la cour. Que Dieu me protège et m’aide! —dit l’homme en se signant du pouce sur le front.
—Merci, ce sera tout pour l’instant.
»Nous allâmes dans une cellule dans la cour arrière. Je vis la porte entrouverte, et là, un vieil homme qui avait purgé sa peine mais ne voulait pas quitter la prison. Il restait au fond, la tête appuyée sur ses genoux.
—Bonjour —lui dis-je.
»Il leva lentement la tête, mais ne répondit pas.
—Cela vous dérange-t-il si je vous pose quelques questions? —insistai-je.
—Non —répondit enfin le vieil homme.
—Depuis combien de temps êtes-vous ici?
—Depuis dix-sept ans —dit-il.
—Que faites-vous pour passer le temps?
—Je médite. Je prêche aux autres. Je les conseille. —Il se tut un moment et reprit—. Parfois, j’entends des voix, mais ce sont des voix du passé. Elles me hantent.
—Avez-vous déjà vu le spectre?
—Non, mais je le ressens. C’est une présence lourde, sinistre.
»Je le regardai attentivement, fasciné. Sa peau était parcheminée, ses yeux brillaient dans la pénombre.
—Merci pour votre temps, je reviendrai vous voir.
»Puis j’ai enquêté davantage sur le panoptique. Voici les informations que j’ai trouvées : la construction fut un couvent nommé Saint Augustin. Plus tard, il devint un hôpital de la communauté des religieux de Saint Jean et, enfin, une pénitencier. Ce lieu hébergea des prisonniers de diverses régions de Colombie.
»Il était presque midi lorsque nous sommes sortis de la prison. José me fit ses adieux et ne tarda pas à disparaître de vue. Je me suis assis sous un arbre dans le parc et analysai ce que nous avions découvert. Ensuite, je suis retourné au panoptique la nuit pour affronter le moine.
»Ma deuxième visite eut lieu le Vendredi saint. J’arrivai à l’édifice vingt minutes avant minuit. Il n’y avait pas une seule âme; les ténèbres couvraient tout. J’attendis longtemps et, allant d’un côté à l’autre, je devins inquiet. Puis, je m’aventurai dans le couloir en direction du jardin avec une bougie allumée.
»Un instant de solitude macabre s’écoula. Soudain, au deuxième étage, un bruit attira mon attention et je vis une silhouette vêtue de noir. Elle portait un habit avec une capuche et de larges manches, avec un cordon blanc à la taille. La silhouette descendit les escaliers et lévita vers moi. J’étais sur le point de fuir; je perdis complètement mon calme quand elle tendit sa main squelettique. En la regardant de plus près, je trouvai un crâne aux yeux rouges sous la capuche. Je restai pétrifié d’horreur et… je ne sus que faire. Je criai et fus poussé par une force mystérieuse, une force insondable. Je sentis un coup et tombai face contre terre. Je ne vis rien de plus.»

Mercredi 26 avril, matin.

Hier, les gardiens du panoptique ont pris note et m’ont laissé en paix. Aujourd’hui, je suis sorti de l’hôpital en compagnie de José. Nous sommes allés chez moi et avons parlé des faits décrits précédemment.
—Alors, qu’en pensez-vous? —me demanda mon ami.
—Je ne sais pas avec certitude —répondis-je—. Peut-être viendra le jour où je n’aurai plus de cauchemars et où la vérité sera connue.
—Quelle vérité?
—Il y a quelque chose que je n’ai pas dit aux gardiens.
—Et qu’est-ce que c’était?
—Quand je suis entré dans le panoptique, je les ai cherchés, mais je ne les ai pas trouvés.
—Et que s’est-il passé ensuite?
—Isabel apparut dans la cour et me serra dans ses bras. Soudain, l’ombre de mes rêves sembla devenir le moine du panoptique et la saisit par les cheveux. Il la traîna dans les entrailles de l’Enfer, tandis qu’elle appelait à l’aide. Je ne pus rien faire… juste fermer les yeux.



¿FIN?

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