sábado, 24 de octubre de 2020

Nostalgia, crónica de la ciudad de Tunja.

Aquí terminan las vanidades del mundo

Una noche, próximo el fin de agosto. 

   Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en esta ciudad. Y ahora, mientras camino, me invaden los recuerdos y pienso en mi juventud cuando yo era feliz con mi madre querida. Regresé porque recibí una carta de mi abuelo Zenón. Me dice que se está muriendo. El viejo me pide pasar unos días con él y yo he aceptado su invitación. 
   Poco después, advierto que la oscuridad hiede a muerte. Los sonidos de las luciérnagas se hacen más fuertes a medida que avanzo. Por fin llego a la casa de mi abuelo y siento una gran felicidad. Me recibe la joven más seductora que jamás haya visto. 
   —¡Te estábamos esperando! Soy Salomé y cuido a tu abuelo. Sígueme, por favor. 
   —Gracias —respondo. 
   Me conduce a través de un largo pasadizo hacia la sala. Justo delante de la puerta, mi abuelo está sentado. Tiene el rostro curtido por la intemperie y su cabello que antes era negro se ha tornado blanco. 
   —Abuelo, ¿cómo está? 
   —¡Bien mijito!, ¿cuánto tiempo sin verlo? —dice el viejo al tiempo que acaricia un gato atigrado que está en sus piernas. 
   —Vine tal y como se lo prometí. 
   —Siéntese aquí a mi lado. 
   —Tiene una casa muy elegante. 
   —Todo esto es fruto del trabajo y el esfuerzo. 
   Y es así como el viejo suspira y empieza a contarme su pasado. 
   «—Eran los años de Violencia entre liberales y conservadores. En aquel entonces, en Tibaná, los árboles se alzaban imponentes y había flores por todas partes. Pues bien, pasaron los meses y los años y fuimos muy felices, pero cierto día llegó un godo a la alcaldía. Se llamaba Horacio y lo apodaban el Señor Muerte por su pasado siniestro. Recuerdo que lo primero que hizo fue mandar pintar todas las casas de blanco y azul. Y aunque yo no pertenecía a un partido político, sufrimos la persecución de esa gentuza. Una noche nos dijeron que nos fuéramos del pueblo, y si no lo hacíamos nos iba a pasar una desgracia. Entonces nos rompieron las ventanas de la casa y por poco me matan. Decidimos vender la finca, y con lo poco que nos dieron nos vinimos a Tunja en un camión destartalado. 
   »Cuando llegamos compramos una casa cerca del centro de la ciudad. Nos valió siete mil pesos. Acá la gente nos trató muy mal al principio. Mi mujer estaba enferma y yo traté de conseguir un trabajo para tener dinero, pero la gente nos humillaba. Me acuerdo tanto que un sujeto me trató de indio. Con el tiempo trabajé como herrero. Me traían a arreglar herramientas y bordones. Soldaba ollas y mis hijos me ayudaban con las herraduras para los caballos. También hice azadones, picas, punteros y aldabas para la iglesia de las Nieves. 
   »Un día una vecina me denunció con la policía porque supuestamente yo estaba haciendo armas. Ese veinticuatro de diciembre me iban a llevar a la cárcel. Fue cuando mi hijo Antonio intercedió por mí y lo tuvieron encerrado. Conseguimos un abogado que vivía cerca de nosotros y sacamos a Antonio dos semanas después. 
   “¡Miauuu...! 
  »Y así fue como nos ganamos el pan de cada día. Desgraciadamente el año pasado me diagnosticaron cáncer y renegué de la vida, pero mi Diosito que es todo generoso y bello me envió un ángel del cielo.» 
   El viejo no puede más… 
   —Ya no me queda mucho tiempo… Vivan la vida porque… porque es única. 
  La sala queda en silencio y mi abuelo se va tranquilo a la paz de la nada, dejando la sensación de una melodía de mi infancia. 

Lunes, en la tarde. 

   Hoy es el funeral del abuelo. Salimos de la iglesia de las Nieves y vamos rumbo al cementerio central. En el camino fijo la vista en un militar y en su hijo: 
   —¡Persígnese! —dice el sujeto y el niño se santifica con la mano izquierda—. ¡Así no!, ¡con la mano derecha! 
   —¡Ayayay, mi cabecita! —comienza la pobre criatura a llorar. 
   Alzo la vista y veo un mensaje en la puerta. Luego de recorrer unos pasos escucho el sonido del viento, y más adelante los rezos de unas mujeres que nos esperan: 
   —¡Dale señor el descanso eterno, brille para él la luz perpetua! ¡Dale señor el descanso eterno, brille para él la luz perpetua! 
   Y en el aire se respira una atmósfera de melancolía cuando entierran al abuelo. 
   —¡Zenón está allá en el cielo azul con Dios! —musita una vieja flacucha que está a mi lado. 
   «Pero en realidad no hay cielo, ni es azul, todo es oscuridad».

@roagilluis

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