Esto que voy a contarles ocurrió hace muchos años en la tierra de los cóndores; una tierra llena de seres mágicos y fantasmales. Se acercaba el invierno y a la luz de Chie, los ojos de mi niña eran tan bellos y resplandecientes como siempre lo había soñado. Respiré profundo y la moldeé con cuidado. Primero el cabello, luego el cuello y las manos.
«Pronto será de día; más vale que termine mi trabajo —pensé—. Sólo le falta un corazón para vivir.»
Tomé un trozo de arcilla y se lo puse con cuidado en el pecho. Entonces oí un sonido tenue y de improviso, levantándose de la mesa, la niña dio un paso hacia mí.
—¿Quién eres tú? —preguntó ella con candor.
—Tu padre —contesté—. Te llamarás Sua.
Y la llamé así por sus alas aterciopeladas.
Transcurrieron los años y fuimos muy felices. De las flores y la lluvia surgió la generosidad de los dioses. De los campos, las cosechas y la ativa mi corazón se colmó de deseo. Todo era bueno, no había dolor ni enfermedad. Pero un día cuando estaba bebiendo chicha vi un presagio en el cielo. Hombres barbados de dos cabezas con pies de plata y aceros eran guiados por la serpiente. Nuestros niños lloraban, nuestros templos ardían y los esclavos de pieles oscuras devoraban el sol. De este modo cuando las flores se marchitaron y Sua desapareció fue el comienzo de nuestro sufrimiento.
¡Ah, qué desgracia!, ¿a dónde se había ido mi dulce niña?, ¿a dónde me conducirían sus pasos? La busqué y no la hallé. Ahora los campos no tenían los colores del arcoíris, las cosechas escasearon, con lo que sólo quedaron barro y tallos podridos. Sucedió lo inevitable. ¡Oh!, fue así. Una vez que llegaron los hombres blancos la tierra enfermó. Nuestro pueblo, el más esplendoroso de todo el mundo fue destruido y la maldad se cernió sobre nosotros. Cien veces luchamos, cien veces perdimos. Cien veces morí y cien veces renací de las cenizas.
Durante esos días los hombres blancos celebraron banquetes. Los que sobrevivimos nos negamos a hincar las rodillas ante ellos, pero finalmente derrotados y humillados fuimos sometidos al yugo de esas bestias. Al igual que el cielo el agua se contaminó por una sustancia negra, más negra que la noche.
Después de la destrucción de nuestra tierra, el éxodo de los habitantes se estableció en el bosque. Caminamos y caminamos y así fueron avanzando los minutos, las horas. El crepúsculo me encontró nostálgico junto a un árbol. Las estrellas me guiaron y seguí por la senda del jaguar. Recuerdo que subí una loma y me detuve cuando unas flautas empezaron a sonar…
Alcé los ojos y miré a un sabio que se recostaba en su bastón.
—Ando buscando a mi hija, ¿usted la ha visto? —le pregunté. Él negó con la cabeza—. Se perdió cuando los invasores llegaron —continúe.
—¿Cuando? —preguntó el sabio.
—Al comienzo del invierno, ella se llama Sua y viste de blanco.
—Me suena su nombre, pero…
—Tuvo que pasar por acá —dije.
—¡Ah, sí! —contestó el sabio. —Ya la recuerdo. Vi a una niña volar hacia la montaña encantada, arrojando semillas a la tierra.
—¿La montaña encantada?
—Sí, allá arriba, donde ella nos observa.
Apenas dijo esto las flautas quedaron en silencio y el sabio se desvaneció, pero no antes de que yo comprendiera de quien había hablado.
Cayó una lluvia que tornó oscuro todo a mi alrededor. Para llegar hasta el bosque atravesé un camino escabroso y lleno de suciedad que se hacía más angosto a medida que yo avanzaba. Los gruñidos de las fieras me rodearon. Ojos rojos que brillaban y se apagaban me observaban. Entonces vislumbré los árboles que surgían de la tierra, con las ramas desnudas arañando el firmamento. Eran pinos y eucaliptos que crecían muy cerca los unos de los otros. En el suelo había una alfombra de hojas caídas y allí hallé los huesos de mis antepasados, sus espíritus errantes, de tiempos inmemoriales me acompañaron por el sendero.
De repente retumbó un trueno y vi a un oso de anteojos correr dentro de su cueva. Yo entré y lo busqué. El oso estaba herido y apenas me miró se hizo un ovillo en el fondo. Me acerqué con cuidado y lo acaricié. En seguida el oso levantó sus patas y observé que le salía sangre de la boca. Cuando comprendí que había muerto las lágrimas brotaron de mis ojos.
—¿Por qué lloras? —preguntó una voz a mis espaldas. Volteé y la vi: era un espíritu; luego, una mujer; luego, un espíritu otra vez.
—Busco a mi hija y sólo encuentro muerte y desolación —dije.
—Alberga esperanza en tu corazón, no la puedes perder —dijo el espíritu.
De esta manera ella revivió al oso, él se puso en pie convertido en un hombre y se adentraron a una laguna. Si ustedes prestan atención, de noche se escucha cantar a esa dama, y cuando la escuchen sabrán que es la diosa protectora de todos los animales del planeta.
Continué la marcha. Ninguna nube moteaba el cielo. Salió un sol indomable, luego se ocultó, y cuando volvió a salir el bosque había sido cubierto por la arena. Se sintieron miles de gritos ensordecedores… Allí estaban los invasores, los generales y sus huestes no se imaginaban lo que les iba a pasar. Ver a los guerreros del sur combatir contra ellos era todo un espectáculo. La cruenta batalla se extendió hasta el amanecer y salimos victoriosos. Los templos quedaron destruidos, aun así, los hombres blancos no pudieron ocultar el sol.
Busqué a mi niña durante años. Ese día hubo un eclipse y ya sin manos creí desfallecer. Otra tarde pasó, ya no escuchaba nada. La oscuridad me abrigó y perdí el habla. Sucedió que una medianoche llegué a la cima de la montaña. Los campos eran bellos de nuevo. Las quinchas revoloteaban por doquier y el aire estaba saturado del olor de la primavera, pero, ¿por qué todo era tan diferente?
—Sigue, te está esperando —dijo el sabio, y señalando con su mano me pidió que entrara a una cascada.
Mi corazón se colmó de esperanza, y desde arriba surgió el fulgor de la luna que se posó en una joven. Solté un suspiro y me acerqué a ella mientras los segundos avanzaban: ata, boza, mica, muyhyca, hyzca…
Y entonces, por fin, encontré a Sua, la encontré un siglo después.
@roagilluis
No hay comentarios:
Publicar un comentario