domingo, 3 de octubre de 2021

Avenencia

 

  «¡La pandemia ha aumentado!, 3.666 positivos, 115 fallecidos y 4.369 recuperados», último reporte nacional. «La vacuna pronto va a llegar», asegura el gobierno; ya estoy cansado de este país y sus políticos de porquería. ¿No les parece extraño que todas las tardes hablen güevonadas en la televisión?

  El invierno acecha, un invierno largo y crudo; dentro de nada muchos morirán. Docenas, cientos de ellos. La Parca vendrá por los desamparados, sucumbirán sin más consuelo que sus recuerdos. Ayer, por ejemplo, desaparecieron seis líderes sociales, y antier, ocho. De acuerdo a los informes, ellos eran auspiciadores de la guerrilla. Es desesperante esta situación. De aquí a que haya justicia Colombia agonizará en la miseria, en falsas promesas. Luego tendremos que valernos por nuestra cuenta.

  «¿Cuántas semanas estaré encerrado? —me pregunto—. Muchas, sin duda.»

  No hacia tanto que quise viajar al Lejano Oriente; pero, sin que supiera por qué, seguí preso por el placer de la carne. ¿Quién soy yo para decir si la vida es real o no? Las cosas son como son, como en el pasado, como en el futuro. Es inútil resistir al aburrimiento, al tedio de sentarme frente al computador; es una pérdida de tiempo. Del otro lado personas que desconozco: las sombras se erigen en el vacío.

  «Si no consigo un trabajo decente, este lugar será mi tumba.»

  Para colmo de males no logro conciliar el sueño. Cuando cierro los ojos, mi mente se llena de presagios, pensamientos funestos de lo que va a pasar. Por mucho que lo intento, no puedo dejar de advertir cómo me he consumido en la Decadencia. Incluso, aquí, en la habitación, lejos de la gente y a salvo de la enfermedad, me da igual permanecer con una camiseta vieja, rota, y un pantalón con un hueco en la entrepierna.

  Confieso que apenas me he cortado el cabello. Ya llega a la cintura.

  —Toca que se aplique una crema para que crezca y se vea más rojo —aseguraba mi madrecita querida y me peinaba.

  Parezco un vagabundo, sí, y desaliñado, pero no tanto para no reconocerme frente al espejo. Sigo siendo joven, con el rostro pálido y pecoso como siempre. Me han quitado los brákets, lo único que deseo es sonreír.

  Afuera, los edificios se alzan siniestros; sólo hay calles sucias donde antes hubo comercio. Las esquinas están plagadas de ñeros; el COVID-19 no tiene pico y cédula, los hampones tampoco. Es que ni siquiera utilizan bien los tapabocas. Ya sé que parecemos perros con bozal, sin embargo…

  Fue el lunes o el martes cuando por fin salí. En la plazoleta Muisca me crucé con una muchacha que venía subiendo. La mujercita esquelética de… dieciocho, diecinueve años, no más de veinte, tenía un aspecto desagradable. Lo más probable es que no llevaba ropa debajo. Al verme dijo:

  —Oiga, señor; regáleme algo para mis bebés hambrientos.

  «¿Y dónde se encuentra su marido?», estuve a punto de preguntar.

  —Déjeme ver que le puedo dar.

  Según supe después, la mujercita cantaba sobre su país y sus héroes; su padre derramó lágrimas de tristeza cuando ella se marchó, y prometió que pronto estarían juntos.

  «Los artistas también son mendigos. Nadie es profeta en su tierra

  Y le alcancé lo único que llevaba, una bolsa de comida.

  —¡Gracias! ¡Qué la virgen lo ampare y lo favorezca! —exclamó la muchacha y se desvaneció, nadie volverá a saber nada de ella.

  La otra tarde, les cuento, pasó una ambulancia frente al apartamento. Si mis gatas hubieran estado aquí, se habrían asustado tanto. Arquearían el lomo y agitarían las colas. Yo me sentaría junto a ellas, les hablaría con cariño hasta que se tranquilizaran…

  En ese instante aparté a la prostituta que contraté, me puse en pie y me dirigí a la ventana, el sol no tardaría en ponerse:

  «¿Alguien conocido falleció?».

  No sé quién; pero de seguro el desgraciado será víctima del virus. Mejor que se vaya tranquilo a la paz de la nada (¿eso ya lo había escrito?). En la vejez, todos somos iguales: nos convertiremos en polvo de estrellas.

  En cuanto se apagaron las sirenas, sonó un ritmo tan asqueroso que me dieron ganas de vomitar. Convendría sacarle los ojos al imbécil que coloca su “música” a ese volumen, lo hace adrede, desde el segundo piso de la casa vecina. ¿Cómo es posible que semejantes seres se reproduzcan en su inmundicia? Prolongar lo inevitable es absurdo…; es hora de que me haga cargo de esto.

  En fin, ya había desaparecido la última estrella de la noche; la prostituta, tumbada en la cama, aguardaba lujuriosa, mientras el fuego de la chimenea se consumía.

  Creo que ahora inventaré un juego, me haré pasar por el hombre que alguna vez fui; tras el toque de queda, asumo el papel que he seleccionado. Me olvido del éxito de mis obras; me olvido de mis amigos, mis amantes, mi familia; me olvido de esta prisión llamada cuerpo.

  Los fines de semana algo cambia, aunque no del todo. Tomo un café y observo la Plaza de Bolívar desde el balcón. El tren avanza mientras los niños ríen, otros, lloran; en cuanto a mi… En cierto modo el viento me recuerda la noche en que me había despedido de ella, sin saber que la veía por última vez. ¿Y si nos hubiéramos casado? Seríamos como esa pareja en su luna de miel, uncieron sus destinos; ella le romperá el corazón.

  En ocasiones me siento en el Cenicero, vislumbro los rostros que me rodean: la expresión de los desempleados; el ceño fruncido, hosco de los hombres; las arrugas y los ojos tristes de los ancianos; las miradas de los que alguna vez estuvieron vivos.

  La Shakira de Tunja baila por unas monedas en la Esquina de los carteles, poco le importa “el qué dirán”, y, más allá, los hermanos Barreto toman fotos a la gente en los ponis de madera.

  —¡Helados a la orden! —pregona uno de los vendedores en su carro, distanciado de los demás.

  Ustedes lo pueden reconocer, ¿saben cómo? Él se cubre el ojo derecho con un parche oscuro, de cuero, y la barba parece una pelusa encrespada. Su rostro sombrío oculta una historia secreta.

  «Amalaya una hamburguesa con papas rústicas», me doy cuenta de que las palomas alzan el vuelo al sentir mis pasos y prosigo rodeado por el repicar de las campanas:

  Uno.

  Dos.

  Tres.

  Cuatro.

  Cinco.

  Seis, seis, seis.

  Siete.

  Ocho.

  Nueve.

  Diez.

  En la catedral los oficios religiosos son a puerta cerrada. El incienso impregna el aire, el manto de la fe envuelve a los santos en los cuadros y en los nichos. Mis paisanos van al despacho a pagar las novenas. Horario de atención: 8 a. m. a 12 y de 2 a 6 p. m.

  No me queda más que resguardarme del frío entre mis pensamientos. Pero ahora el día se hace de noche, la noche se hace de día, y, pese a ello, me he acostumbrado a esta soledad.

  «Han dado las doce, es hora de regresar.»

  Contemplo el camino que debo recorrer, es grato pensar que pronto todo terminará. A través de la neblina, el sendero serpentea entre piedras y árboles que se aferran al suelo. La melancolía se cierne sobre mí, los murmullos entonan plegarias. Conozco a esas personas. He visto sus existencias marcadas por el amor y la compasión.

  Cuando más miro el cielo, más bellos y agradables son los luceros; las flores rememoran mi infancia, la música, mi adolescencia. Quiero cantar, bailar, saltar y abrigarme para no llorar. ¡Qué feliz soy!...

  …Cruzo el umbral, y, en el silencio de la habitación, alcanzo a oír unas risas, que vienen de la cocina.

  —El chocolate está listo —dice una voz dulce.

  —Las arepuelas también —susurra otra.

  «Ya puedo estar en paz.»

  Amaina la lluvia, despuntan las tinieblas, tras la ventana aún titilan las luces rojizas.

@roagilluis

Copyright: Corporación Cultural Alejandría ( Pandemias Crónicas - Relatos del Confinamiento 2021).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Poème Évoque des souvenirs, d'images perdues, de voix sombres; j'évoque la tempête, la nuit, les ténèbres inexorables. J'expie e...