El viejo se sienta en el
parque, junto al Obelisco a los Mártires. Es un hombrecillo arrugado, tan flaco
como feo. Su nombre es Secundino, pero todos le dicen el Tuerto. Le gusta masticar tabaco para olvidar sus penas. En las
tardes él les da de comer a las palomas; parte un pedazo de pan, lo convierte
en trozos pequeños y los arroja.
«No hay peor ilusión que vivir de glorias pasadas.» El viejo se pregunta
cuándo vendrán sus hijos a visitarlo. ¿Qué le traerán?, acaso, ¿ya tiene más
nietos? «Espero verlos antes de la Víspera de Todos los Santos.»
Cuando era joven, Secundino patrullaba el campo junto con sus compañeros,
ofrecían protección a las caravanas que salían a la capital. Los rebeldes
habían amenazado la ciudad, y era bien sabido que estar en la milicia era
peligroso, sumamente peligroso. Al llegar a lo más profundo del recorrido
encontraron árboles caídos. Creo que ahora algo no está bien. Me pregunto si
Secundino sabrá lo que le va a pasar, seguro que no. El combate fue terrible y
Secundino resistió con valentía: saltó del caballo y se lanzó a salvar la vida
de los demás; pero entonces…
—¡No está aquí! —exclamó—. ¿A quién demonios estábamos protegiendo?
¡Lo habían engañado!
«¡Es una maldita mentira! Y ellos… ellos no eran más que los
niños del barrio…»
Durante un momento sintió pena por los rebeldes, sus cadáveres en el
camino emergieron deslumbrantes en medio de las tinieblas.
Bien, señor Secundino, es hora de regresar…
Desde entonces el viejo vuelve a contemplar a los pequeños, sus sonrisas
bajo esos ojos de ternura, sus disfraces.
@roagilluis
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