lunes, 6 de octubre de 2025

Martirio, tsalterio del exilio

 



Epílogo


“Martirio” es una obra que explora las complejidades del espíritu humano. Su estructura fragmentaria se caracteriza por una prosa lírica y sombría, en la que el autor emplea un lenguaje de simbolismo. La novela rompe la cuarta pared e invita a los lectores a participar en sus tormentos. Es, en cierto modo, una confesión de León, el protagonista. Hay hermosura en los relatos, en las noticias, en los rituales: misas, romerías, procesiones, ferias, comidas típicas… Pero existe un doble sentido: lo profano y lo sacro conviven. Todo esto construye una etnografía del mundo, de su cultura y tradición. En ocasiones, las descripciones son sinestesia pura; en otras, se abandona toda metáfora: la sangre literal fluye. El autor no embellece le experiencia humana: la desnuda, literal y metafóricamente. Convierte al lector en espectador. Hay lujuria, sí, pero sin amor; crudeza sexual sin romanticismo. El lenguaje erótico contrasta con instantes de ternura y culpa.

Los personajes son fantasmas: “El Hombre Bestia”, “el Doctor Escarlata”, “el Monje sin cabeza”, “El Suro”, los ángeles en las lápidas, una novicia, una felatriz... No están completamente vivos ni sanos. Son, quizá, espectros en la vida del narrador, quien no da respuestas simples: más bien, exhibe el absurdo de las etiquetas, “fachos”, “zurdos”, “feministas”, etc. Arremete contra ritmos y modas, se burla de nombres extranjeros con una sátira lingüística que, con humor, compromete al lector en un juego de trabalenguas, o al escribir una codificación.

La obra se autoanaliza, cuestiona si León se considera un escritor o no, y alude a la multiplicidad de identidades. Es una autocrítica que refuerza las ideas de nostalgia, de soledad, y la Ciudad del Olvido en la Elegía de la historia. La literatura, lejos de ofrecer catarsis, abre heridas. El lenguaje mezcla lo culto y lo vulgar, lo sagrado y lo grotesco, combina lo lírico con lo coloquial: “espaturró”, “p´alla”, “busté”, “esqueletao”, sin perder profundidad en su simbolismo. Los nombres no son detalles decorativos, sino toponimias destinadas a preservar las reminiscencias para la posteridad.

Es en Tibéria donde habitan los alter egos de León: sus voces, David y Bastián, encarnaciones de distintas sensibilidades. David representa la parte empática y emocional, un lector primigenio; Bastián, en cambio, encarna el lado analítico. Ambos son facetas del protagonista que emergen cuando la maldad se perpetúa. Los heterónimos se debaten entre la fe, la duda y la redención: luchan por recuperar algo que tal vez nunca existió.

Bastián aporta reflexiones ante la idea de existencia. Para él, el amor no redime: el amor destruye. El dolor es semilla, semilla de conciencia. Con un tono de desprecio, revela un conflicto en su sensibilidad. Es un sujeto al borde de la misantropía, que se concibe en un mundo que ya no comprende o no quiere comprender. Condensa una mentalidad autoritaria, cargada de resentimiento y control. En su mente, la rabia se disfraza de sátira, y alude a la marginalidad que él percibe en el delirio. ¿Quiénes son los monstruos aquí? ¿Bastián, o los ñeros o los virelianos sumidos en el vicio? Esto incomoda, y debe hacerlo: no sabemos si justificar al narrador o reprocharlo. Aquí, el lenguaje ya no describe: pinta. Los heterónimos encuentran en la lectura un espejo; y en ese espejo, un consuelo. Leer es resistir, aunque sea solo por un momento.

El autor menciona lugares que suenan reales, aunque también ficcionales: Las Neviscas, Valladora, Tisama, San Morán de las Cumbres, Dacia, Luciena, Hjördland, Tenshima. Este recorrido se transforma en una peregrinación. Castilla es un país de montañas y senderos cubiertos de Violencia. Las escenas tienen una atmosfera fantasmal. Y hay más: Tibéria cobra vida, cómplice de noticias y efemérides. El tiempo se vuelve cíclico. La música gira, como gira la memoria. Tibéria es un canto de las ciudades y pueblos inventados por Márquez, Rulfo o Calvino. A lo largo de sus recorridos, se perciben dimensiones donde los ideales —las utopías— parecen desvanecerse.

Por un lado, la naturaleza juega un papel esencial, al ser retratada como testigo. Por otro, la luz y la oscuridad se presentan como fuerzas antagónicas, donde morir es una transición. Esta reflexión sobre lo efímero de la existencia es recurrente en la obra, donde las pérdidas marcan a los personajes. Un ejemplo es el de Florencia, quien, a diferencia de León, posee una perspectiva espiritual y halla consuelo en la promesa de salvación eterna. Los pasajes se mencionan entorno a la tortura. Estos elementos funcionan como símbolos que atraviesan a los personajes y crea una atmosfera de poesía gótica, con tintes de blasfemia y de rechazo a morales impuestas.

“Martirio” es un libro consciente de sí mismo: una tragedia de existencialismo. La Muerte enmarca el tono que atraviesa la obra. Para León no es solo un desenlace, sino una figura asociada a lo fatal. Esto contrasta con la versión de Bastián, quien habla de la Parca como “agénero, no binaria”, desafiando las categorías de una identidad convencional. David, en contraposición a su heterónimo adulto, recalca la inocencia.

León, lejos de ser un modelo de virtud, desafía prejuicios a discursos conservadores, pero también pone en tela de juicio a la forma en que ciertos feminismos abordan el trabajo sexual. Junto con las dinámicas de dominio en las relaciones, “Martirio” ofrece una crítica al rol de género y las expectativas impuestas sobre las mujeres. Pero no se queda allí. La mercantilización de la identidad y la veneración de lo perecedero son constantes. La moralidad se eterniza de forma autojustificada, y la sexualidad se encuentra encarnada en lo imperfecto, en lo intangible. Los discursos desbordan en furia contra el nacionalismo, la hipocresía provida, y no escatiman epítetos ni ironía.

“Martirio” es tanto un homenaje como una crítica al elitismo cultural, a ese espacio donde el arte de la palabra se convierte en un campo de egos y envidias disfrazadas de erudición. Desde el hastío de quien ha escrito en el silencio de Dios —sin buscar likes ni citas académicas—, los relatos son lamentos por la extinción de la autenticidad en tiempos de algoritmos e inteligencias artificiales. Se deslegitima la banalidad de la “cultura”, el sistema educativo, las supersticiones, la hipersexualización, el desdén por lo real y la evanescencia de la felicidad. Se exponen arquetipos y lugares con nombres que han sido transformados, un gesto político, casi burocrático, pero desprovisto del poder que debería tener. Es como si cambiar el lenguaje pudiera maquillar la decadencia. No es que el novelista lo apruebe; lo retrata para denunciar la degeneración del país que lo vio nacer.

El estilo de la novela no es meramente narrativo: es también poético, porque escribir es un hechizo, un acto de subversión. El texto es metanarrativo; es consciente de su condición de ficción y juega con ello. Es un torbellino de melancolía, arte y desarraigo; una autopsia espiritual. Los contrastes son brutales: la ternura de los niños, el diálogo entre amigos, la narrativa visual, los “buenos” o “puros” que participan en conductas despreciables, el vacío moral y los milagros. El show continúa.

El autor no tiene filtros, ni límites: desgarra la narración tradicional, incorpora recursos del guion, el teatro y el cine. Hay momentos que refuerzan las aceptaciones de lo irrecuperable. Estos gestos humanizan a los heterónimos. Los diálogos quiebran la linealidad al estar contados desde un yo múltiple. El narrador no se compara con otras personas, sino con el invierno, que es un estado del espíritu. En cierto modo, Tibéria es su interlocutora que no puede olvidar, ni siquiera cuando festeja. La ciudad ha consumido a los personajes —«falsos conversos, sicofantes, fementidos»—: ya no hay diferencia entre el afuera y el adentro. Tibéria no tiene salvación; está atrapada en su podredumbre moral.

La honestidad de la novela está marcada por una voz que no busca congraciarse con nadie. Algunas escenas parecen salidas de un delirio de Poe o Lynch, mientras que otras transitan desde la deshumanización y la alienación hasta reducir la satisfacción a mercancías y superficialidades, trivializando el sufrimiento humano. Esta ambigüedad abre un abanico de interpretaciones: tal vez el narrador enfrenta a sus doppelgängers, o quizás, a sus demonios. “Martirio” entreteje la decadencia humana, la pérdida amorosa y la figura materna en un acto de revelación. La madre es la única persona que no traiciona, que no se olvida. Ella acompaña a David en su travesía: una odisea mágica, una evocación del “Pequeño Príncipe Tiberiano”.

Por otro lado, la obra encapsula temas fundamentales: la incapacidad de borrar las cicatrices emocionales y los traumas, pues el perdón no siempre resuelve. La vacuidad de los protagonistas simboliza la descomposición de sus conciencias. Las manifestaciones sobrenaturales se vuelven recurrentes, y la frontera entre realidad y fantasía se difumina. El tono oscila entre lo visceral e impío, en una patria que es, a la vez, madre y verdugo. Los destinos se cruzan, las plegarias se combinan con invocaciones y purificaciones, y en el caos de Castilla, el desprecio es palpable.

¿Qué muertos esperan resucitar en Tibéria? ¿Los de la droga? ¿Los de la prostitución? ¿Los niños de la calle? ¿León mismo? León no tiene piedad: condena la superstición, la miseria. Niega el destino, el Cielo, el Infierno. No cree en deidades, ni siquiera en la esperanza metafísica. Solo cree en lo que ve: una Humanidad en declive, en caos. El narrador reflexiona sobre su “desdoblamiento”. Es escéptico al cuestionar el consuelo religioso ante la Nada.

Las líneas son de una belleza lúgubre, una cadencia que resuena como aforismos, mientras las onomatopeyas abren los capítulos como una partitura. El narrador vomita odio, pero denuncia la violencia estructural, el clasismo, la hipocresía del poder. León no es un héroe. Es alguien roto, lucido y contradictorio. Su actitud se muestra no solo a través de sus actos, sino también en su lenguaje. La forma como se refiere a los demás refleja una alineación que lo lleva a actuar con indiferencia, pero no por completo. El surrealismo aquí señala que el arte, como la vida misma, es desconcertante.

La fatalidad es una característica de los heterónimos: nunca nos dejan descansar en la cotidianidad. Y, sin embargo, todo eso se siente. Es una obra con corazón de black metal, un leitmotiv como presagio. Entre interludios, anticuentos y monólogos, la naturalización del horror se convierte en el eje de la novela, un análisis al corazón mismo de la distopía. Las minificciones son joyas metatextuales: ecos de lo que la novela trae consigo. El uso de lenguajes inventados o reconstruidos, lenguas muertas, denota la incapacidad de capturar algo por completo. Así, el lenguaje se conjura para que el poder ya no lo comprenda. La historia aún tiene páginas por contar.

¿Por qué las apariciones le cuentan sus vicisitudes a León? La respuesta parece ser: porque nadie más las escucha. Hay un deseo de que la novela sea un testimonio, una tumba literaria. Es un desdoblamiento ontológico, donde la literatura es tanto confesión como exorcismo. Porque el autor sabe que todo lo que amó o fue… se desvanecerá en silencio. “Martirio” no es una obra para leer a la ligera, sino una invitación a pensar, cuestionar y, sobre todo, sentir. No tiene un cierre lógico: necesita que el lector la lleve consigo, como reminiscencia, un secreto. Es un fade-out cinematográfico, una visión de trascendencia o de olvido: un final perfecto.

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