Es la hora del diablo y los dolores no paran… A medida que los días se han hecho meses, y los meses años, mi recuerdo por Natalia es más fuerte.
—Basta que me pienses para que viva en tu corazón —me dijo la última vez que hablamos.
Fue el Día del Amor y la Amistad cuando la invité a bailar salsa en uno de los bares más viejos de la ciudad. La tomé de la cintura y ella puso sus manos en mi cuello. Pasaron cuatro o cinco canciones y bebimos unas copas de vino. Poco después salimos y caminamos en medio de la lluvia. Teníamos hambre y nos metimos en una pizzería. Yo me quede mirándola, ella tomó mi mano y me dijo:
—¿Podemos ir a tu casa?
—Por supuesto —contesté.
Tomamos un taxi y llegamos a las dos de la madrugada. Natalia se sentó al borde de mi cama, cruzó las piernas y se acomodó el cabello.
—¿Quieres? —me preguntó desabotonándose su blusa lentamente. No me lo pensé dos veces: —Sí, te deseo —dije—. Amor, puedes hacer conmigo lo que quieras —musitó ella y me ofreció su cuerpo.
Y ya no pude desprenderme...
Ahora mi juventud se ha marchitado… Un rayó surca imprevistamente el cielo e ilumina mi habitación con una claridad enceguecedora.
¡BROOOUUUUUM…!
—¡Natalia, estás aquí!
Ella se acerca y en sus ojos veo mi reflejo.
—Iremos a un mejor lugar —me susurra al oído.
Entonces la vela se apaga y todo se torna en oscuridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario